Leyendo la correspondencia entre los escritores Georges Sand y Gustave Flaubert es difícil no advertir la siguiente discordancia.
Georges Sand, un ser noble pero lejos de la genialidad como escritora, parece poseer el sentido de la vida y, tal vez, si no os asusta el eco de esta palabra, de la felicidad. Leyendo estas cartas escritas con pasión y amistad, atisbamos un alma que intuye que la vida tiene que ir despojándose de ese espacio donde resuena con obsesión nuestro yo para abrirse a lo que nos rodea y a los demás con la misma sensibilidad, amor y valentía con la que un nadador se sumerge en el bravo mar o un jinete llega a hacerse uno con su caballo. Flaubert parece poseer, en cambio, con ardor reaccionario que lo enfrentaba a su época, el secreto del arte y la literatura, defendiendo un arte despojado de moralidad, capaz de cabalgar con valentía entre mediocres al servicio de intereses bastardos y un sentimentalismo atroz. Es una correspondencia enfrentada pero cuya disonancias se reconcilian siempre desde el respeto y admiración mutua. Ambos disfrutan de esa polaridad y ese juego. Si Flaubert admiraba la bondad de su querida maestra, recibiendo sus cartas para iluminar ese rincón de su casa de campo con el que se parapetaba en su fobia social, Georges Sand atisbaba bajo esa máscara de crítico a una persona bondadosa que se ponía al servicio de un talento que parecía hacerse pagar con el diezmo de una vida agitada, incomoda entre sus semejantes. Este terrible enfrentamiento entre el arte y la vida es una de las paradojas que todo el mundo puede llegar a alumbrar alguna vez, los que viven y los que crean.
"Querida maestra" de Gustave Flaubert (ed. El Olivo Azul)
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