Montero Glez revive los últimos días de la vida de Camarón, consumido por el cáncer entre volutas de humo y el olor a fritanga en la Venta Vargas, con amaños de peleas de gallos. El homenaje es sentido, respetuoso con el mito, intentando captar el ambiente en el que vivió Camarón, un genio roto entre el calor y la amistad de pucheros y vinos, y el de delincuentes en despachos que se repartían la carne del cantaor, viendo como se le escurría de las manos y la boca la vida.
Ambientada en un escenario casi único, cerrado (la Venta Vargas de San Fernando, Cádiz) y con un estilo seco, directo, con frases que caen como golpes, remite a la novela negra clásica norteamericana (la de Chandler o Hammett), con su mundo claustrofóbico de criminalidad y alcohol, sudor y tabaco, con detectives haciendo muecas a la muerte, y frases que caminan por el filo de la navaja, sangrando palabras entre engaños y hastíos.
Hace años, creo que hubiera disfrutado más de este relato, cuando las frases o versos de Bukowski o Burroughs restallaban sobre mi piel, como cicatrices dibujando el mapa de mi adolescencia. Ahora siento que la historia está demasiado subordinada a la forma o al estilo, sin la naturalidad con la que la literatura debe mamar del pecho de la vida, como si cada frase buscara hacerse un lugar a empujones en el texto, disparadas sin sentido contra la blanca pared del relato.
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