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Relatos de un cazador de Turgueniev


Puede ocurrir que alguien como yo, un ser complaciente y apegado a sus rutinas, se recoja en su sillón favorito a dejar morir las horas leyendo un viejo libro de la biblioteca, y que en esas horas alguien llame a tu puerta cuando menos dispuesto estás a que algún conocido te comprometa, o te moleste algún vendedor ambulante.

Para un pobre de espíritu como yo, rebelarse ante las circunstancias no es posible, por lo que me levanté con desdén, la zapatilla de andar por casa burlándome, los gatos riéndose y me apresuré a abrir la puerta.

Abro la puerta. Nadie. Me asomo por la escalera. Ni un alma. Sólo sentía el frío debido a que algún vecino había dejado abierta la ventana, y ráfagas de aire helado me sacudían y hojas secas de algún árbol gigante se balanceaban a mi alrededor, crepitando con malicia.

¿Qué era eso? ¿Era acaso el reino del espíritu el que me visitaba? ¿Qué tengo yo que ver con los seres de más allá, qué se les ha perdido en mi casa? Pensé tal vez que aquél que traiciona al espíritu, el espíritu tarde o temprano viene a visitarlo, cargado de furor divino, y reclamando lo que es suyo.

Un tacto seco, aunque templado con el corazón, tienen estos hermosos relatos de Turgueniev. Son sencillos como canciones, a la vez que profundos, y al igual que un río, capaces de bifurcarse en nuevos relatos, y arrastrarte hacia ellos, con su sordo murmullo a cosas viejas, ya olvidadas.

El mundo de Relatos de un cazador está habitado por seres toscos, simples, sin apellido (Jermolai, Birouk, los excéntricos Tchertapkanof y Tredopouskine, el enano Kaciano, la pobre Akoulna…), expuestos en su miseria y simplicidad y, aún así, en el retrato en sepia de sus vidas, se vislumbra su enorme divinidad y belleza.

Hermosa es la naturaleza en estos relatos. Como un antiguo canto, invita a los espíritus del bosque a seguirlo, y la naturaleza, hoy tan exhausta, parece emerger llena de luz, en movimiento, animada, reviviendo los objetos que nos rodean: las sillas, los relojes quietos y las sombras de los que ya se fueron, con espíritu no del todo sofocado por el constante ruido de cada día. Cuento a cuento, te precipitas en las largas y terribles noches de los bosques, te estremeces con el grito de las fieras o el relámpago horadando el cielo, y caes en el abismo del sueño con el intenso olor del bosque después de una tormenta incendiándote por dentro.

Con el primer canto de los pájaros al amanecer, todo se despereza, sólo queda un suave contacto con el hechizo de esta noche, y la mañana te envuelve depositando un beso helado en tu cuerpo.

Edición de Espasa Calpe en Buenos Aires de 1939, traducida por Carlos Alberto Leumann.

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