El último de la estirpe by Fleur Jaeggy
My rating: 3 of 5 stars
Aún visibles las cicatrices que me dejó la lectura de "Los hermosos años del castigo", me aproximo a los veinte pequeños cuentos recogidos en "El último de la estirpe".
Basta con tomar el primer cuento ("Soy el hermano de XX", que da título a la edición original en italiano) para darse cuenta que Fleur Jeuggy (escritora suiza, pero afincada -en lengua y hábitat- en Italia) es una narradora rara, huidiza. O el último “F.K.”, donde se transgreden las fronteras entre el orden y el desorden en la búsqueda de una antigua compañera de internado víctima de la esquizofrenia.
“La señora me dice que no hay esperanza para mi amiga. No se curará. Y por qué debería curarse, pienso yo”
Sus historias son una protesta contra la excesiva positividad del mundo: el mundo que excede salud, higiene, optimismo, likes, tolerancia, amor o buenas intenciones.
Al exceso de felicidad, Jaeggy opone la enfermedad, la melancolía y los deseos autodestructivos. Niños que reclaman su derecho a la tristeza, o que son consumidos por deseos suicidas: un mundo claustrofóbico de internados, familias insomnes y oscuras recámaras donde late una violencia suicida o fratricida (“Soy el hermano de XX”, “El último de la estirpe”, “Trópicos”, “Ósmosis”, “La elección perfecta”, “F.K.”).
Desde esta perspectiva, es fácil emparentarla o enfrentarla con otros narradores centroeuropeos (Robert Walser, Thomas Bernhard, Fritz Zörn, Michael Haneke) que retratan la enfermedad o la locura como una transgresión del orden. Cualquier sociedad civilizada, para renovarse, debe arrojar a la periferia todos sus desórdenes, sus sombras. Los crímenes más horrendos, las degeneraciones más extrañas surgen con frecuencia en las sociedades más pacíficas y ordenadas. Como si ellos quisieran encarnarse en el chivo expiatorio de su sociedad, en el sumidero donde la sociedad burguesa entierra sus contradicciones.
Sin embargo, es fácil encasillar en una visión sombría o mórbida a Fleur Jaeggy. Desde su aparente desnudez o fragilidad, vibra una narradora con una gran sensibilidad poética, de extraña comunicación con el mundo y sus seres (son estupendos los relatos protagonizados por animales como “La pajarera” o “Gato”, donde narra la “delectatio morosa” o “Übersprung” del animal en el instante de apresar a su víctima). Como una poeta atrapada en el cuerpo de una prosista, algunos relatos son poesía narrada. La poesía como una llama que ilumina los rincones oscuros de su prosa. Un lenguaje en apariencia sencillo, casi infantil, aunque a la vez muy poético y tenebroso, como los cuentos infantiles de Angela Carter.
“No tengo un conocimiento preciso de la pasión. Me refiero a que no tengo práctica de la liturgia. La crucifixión es para mí. Sin cuerpo. Sin alma. Es sin imagen. Sé que son los clavos y la corona de espinas. Ornamentos, como una dote”
También resulta perturbador su interés en la religión. La religión en su vertiente más ascética, dolorosa o incluso erótica de la experiencia mística (como en el cuento “Agnes” o en “La visitante”, que protagoniza Angela de Foligno). La privación, la desnudez, el frío o el dolor como una gracia. Un hambre atroz, que excava en la carne hasta dejar el cuerpo como un templo vacío.
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Aún visibles las cicatrices que me dejó la lectura de "Los hermosos años del castigo", me aproximo a los veinte pequeños cuentos recogidos en "El último de la estirpe".
Basta con tomar el primer cuento ("Soy el hermano de XX", que da título a la edición original en italiano) para darse cuenta que Fleur Jeuggy (escritora suiza, pero afincada -en lengua y hábitat- en Italia) es una narradora rara, huidiza. O el último “F.K.”, donde se transgreden las fronteras entre el orden y el desorden en la búsqueda de una antigua compañera de internado víctima de la esquizofrenia.
“La señora me dice que no hay esperanza para mi amiga. No se curará. Y por qué debería curarse, pienso yo”
Sus historias son una protesta contra la excesiva positividad del mundo: el mundo que excede salud, higiene, optimismo, likes, tolerancia, amor o buenas intenciones.
Al exceso de felicidad, Jaeggy opone la enfermedad, la melancolía y los deseos autodestructivos. Niños que reclaman su derecho a la tristeza, o que son consumidos por deseos suicidas: un mundo claustrofóbico de internados, familias insomnes y oscuras recámaras donde late una violencia suicida o fratricida (“Soy el hermano de XX”, “El último de la estirpe”, “Trópicos”, “Ósmosis”, “La elección perfecta”, “F.K.”).
Desde esta perspectiva, es fácil emparentarla o enfrentarla con otros narradores centroeuropeos (Robert Walser, Thomas Bernhard, Fritz Zörn, Michael Haneke) que retratan la enfermedad o la locura como una transgresión del orden. Cualquier sociedad civilizada, para renovarse, debe arrojar a la periferia todos sus desórdenes, sus sombras. Los crímenes más horrendos, las degeneraciones más extrañas surgen con frecuencia en las sociedades más pacíficas y ordenadas. Como si ellos quisieran encarnarse en el chivo expiatorio de su sociedad, en el sumidero donde la sociedad burguesa entierra sus contradicciones.
Sin embargo, es fácil encasillar en una visión sombría o mórbida a Fleur Jaeggy. Desde su aparente desnudez o fragilidad, vibra una narradora con una gran sensibilidad poética, de extraña comunicación con el mundo y sus seres (son estupendos los relatos protagonizados por animales como “La pajarera” o “Gato”, donde narra la “delectatio morosa” o “Übersprung” del animal en el instante de apresar a su víctima). Como una poeta atrapada en el cuerpo de una prosista, algunos relatos son poesía narrada. La poesía como una llama que ilumina los rincones oscuros de su prosa. Un lenguaje en apariencia sencillo, casi infantil, aunque a la vez muy poético y tenebroso, como los cuentos infantiles de Angela Carter.
“No tengo un conocimiento preciso de la pasión. Me refiero a que no tengo práctica de la liturgia. La crucifixión es para mí. Sin cuerpo. Sin alma. Es sin imagen. Sé que son los clavos y la corona de espinas. Ornamentos, como una dote”
También resulta perturbador su interés en la religión. La religión en su vertiente más ascética, dolorosa o incluso erótica de la experiencia mística (como en el cuento “Agnes” o en “La visitante”, que protagoniza Angela de Foligno). La privación, la desnudez, el frío o el dolor como una gracia. Un hambre atroz, que excava en la carne hasta dejar el cuerpo como un templo vacío.
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