Sobrevivir al campo de batalla de la familia Karr en las quinientas páginas de este libro no es tarea fácil. Mary Karr ha nutrido estas memorias literarias de los escombros y las minas de los recuerdos que cualquier otra persona enterraría en el diván del psicoanalista. Se necesitan muchas agallas para eso. Y todo esto, con gran talento narrativo: maestría para el relato oral, capacidad de dotar a la historia de imágenes que se graban en la mente del lector (como esa madre enloquecida por el alcohol, esperando a la intemperie las tormentas salvajes), y buenas dosis un humor, a veces soterrado, otras explosivo, y siempre muy negro, a tono con lo narrado.
Adscribiéndola al paisaje (el feo villorrio texano de Leechfield), podríamos considerarla como gótico sureño (con esos personajes terribles, como esa abuela que parece escapada de un relato de Flannery O'Connor); respecto al punto de vista infantil que recupera Mary Karr (ese tiempo lento, suspendido en el mito, plagado de terrores y asombros, donde lo disfuncional puede pasar por normalidad), podríamos considerarlo también un retorcido cuento de hadas: solo que en vez de príncipes y dragones, ese territorio lo pueblan alcohólicos, violadores y las serpientes del 'bayou'. Y como todo cuento de hadas gótico, está aderezado con una buena dosis de terror y maldad: da pavor esa abuela terrible, malvada, con su pierna ortopédica ("el muñón sobresalía del pijama a la altura de los ojos de una niña, como un dedo acusador") y roída por el cáncer.
Una de las claves fundamentales de esta novela es que la memoria puede ser catártica o curativa. Así, animada por su propia madre, Mary Karr hurga en la herida de las miserias familiares, exponiendo los secretos y mentiras con los que se tejen muchas relaciones de familia, con el único bálsamo de unas buenas dosis de talento narrativo y humor ("tres maridos sobrepasaban el límite que separa un pequeño error de una fea costumbre").
No sabemos por qué ha tardado tanto en traducirse al español esta novela que, al parecer, ha gozado de bastante tirón en Norteamérica desde que se publicó en 1995. En todo caso, gracias a Periférica y Errata Naturae por editarla, y a Regina López Muñoz por traducir con tanto cuidado y amor la presumible fuerza y frescura del original. Me gusta pensar en la idea de traducir como acto amoroso: desvestir un libro para volver a vestirlo o abrigarlo con otras prendas.
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