La “Uruguaya” narra las aventuras y desventuras de Lucas Pereyra, un escritor cuarentón y sin dinero en plena crisis matrimonial que viaja a Uruguay para intentar pasar de contrabando el dinero adelantado por una editorial, y, al mismo tiempo, disfrutar de una aventura amorosa con una joven uruguaya. En una lectura más profunda, es una historia sobre las pérdidas, las de Lucas Pereyra, que ve cómo se oscurecen los ideales de juventud y, tras una serie de desventuras, ve arrojados todos sus sueños por el sumidero de los años. Y en ese desnudamiento, en esa derrota, hay cierta épica: el orgullo del vencido, la nobleza del fracaso.
Bajo esta premisa atractiva, he de confesar que la novela me ha decepcionado algo. Deslumbrado por las grandes críticas con las que venía precedida, su lectura ha sido más bien un decepcionante romance entre la novela y este lector lleno de promesas de amor incumplidas, infidelidades mutuas (yo mismo la alternaba con otra de Landero) y momentos de tristeza post-coitum con las cenizas del cigarro aplastadas en la cama revuelta. Bueno, ya basta de metáforas de alcoba. Sigamos. Se trata de una obra bien estructurada, con interesantes planos temporales en una narración fluida, con toques de humor negro y guiños literarios divertidos (desde Borges a Rimbaud). Sin embargo, hay muchos peros: falta más historia, alturas, abismos donde asomarse y sentir mal de altura y vértigos narrativos, ya que la anécdota es mínima, y la resolución tal vez previsible; tampoco hay personajes de gran calado ya que todo gira en torno a los desvelos del narrador/protagonista, en tanto que la “uruguaya” que da título a esta historia queda ensombrecida en una mera función instrumental; y a falta de ese fuego lento con el que se cocinan las grandes historias, los ingredientes que utiliza esta novela gustarán más a los paladares acostumbrados a sabores ácidos y picantes (hay buenos pasajes eróticos, desde luego, y mucha negritud y acidez de fondo) que a los dulces paladares que busquen una historia de amor o de redención moral.
También hay algo en la escritura de Pedro Mairal que lo emparenta con otros jóvenes escritores de su generación: hay demasiada aceleración, momentos con cierta gracia pero tal vez vacíos, donde la historia se vez demasiado subordinada a golpes de efecto, malabarismos, artificios. En el pulso y las venas de Mairal, aún palpita la sangre joven de un escritor con el ímpetu del que desea hacerse valer, elevarse entre las montañas y restos de viejos escritores: su voz a veces suena como un grito o un aullido en el ruidoso espacio del mundo literario de hoy. Hay talento, pero también hay tal vez demasiada necesidad de complacer, de querer gustar. De avanzar a hachazos en la selva de la literatura.
Me gustó Enzo, el amigo escritor que aspira al fracaso, y lleva con gracia su vocación de perdedor en la carrera de la literatura. Es pues, en cierto sentido, el que ayuda a redimir a Lucas de sus desventuras y sueños rotos. “No me pueden robar” repite así Lucas Pereyra casi al final de la novela. Y en esa confesión de la derrota hay algo de grandeza moral, de nobleza del vencido en las batallas de la vida y, como Giuletta Massina en “Las noches de Cabiria” al son de un ukelele, nos invita a vivir la vida sin ataduras, sin el peso de nuestros desvelos.
Bajo esta premisa atractiva, he de confesar que la novela me ha decepcionado algo. Deslumbrado por las grandes críticas con las que venía precedida, su lectura ha sido más bien un decepcionante romance entre la novela y este lector lleno de promesas de amor incumplidas, infidelidades mutuas (yo mismo la alternaba con otra de Landero) y momentos de tristeza post-coitum con las cenizas del cigarro aplastadas en la cama revuelta. Bueno, ya basta de metáforas de alcoba. Sigamos. Se trata de una obra bien estructurada, con interesantes planos temporales en una narración fluida, con toques de humor negro y guiños literarios divertidos (desde Borges a Rimbaud). Sin embargo, hay muchos peros: falta más historia, alturas, abismos donde asomarse y sentir mal de altura y vértigos narrativos, ya que la anécdota es mínima, y la resolución tal vez previsible; tampoco hay personajes de gran calado ya que todo gira en torno a los desvelos del narrador/protagonista, en tanto que la “uruguaya” que da título a esta historia queda ensombrecida en una mera función instrumental; y a falta de ese fuego lento con el que se cocinan las grandes historias, los ingredientes que utiliza esta novela gustarán más a los paladares acostumbrados a sabores ácidos y picantes (hay buenos pasajes eróticos, desde luego, y mucha negritud y acidez de fondo) que a los dulces paladares que busquen una historia de amor o de redención moral.
También hay algo en la escritura de Pedro Mairal que lo emparenta con otros jóvenes escritores de su generación: hay demasiada aceleración, momentos con cierta gracia pero tal vez vacíos, donde la historia se vez demasiado subordinada a golpes de efecto, malabarismos, artificios. En el pulso y las venas de Mairal, aún palpita la sangre joven de un escritor con el ímpetu del que desea hacerse valer, elevarse entre las montañas y restos de viejos escritores: su voz a veces suena como un grito o un aullido en el ruidoso espacio del mundo literario de hoy. Hay talento, pero también hay tal vez demasiada necesidad de complacer, de querer gustar. De avanzar a hachazos en la selva de la literatura.
Me gustó Enzo, el amigo escritor que aspira al fracaso, y lleva con gracia su vocación de perdedor en la carrera de la literatura. Es pues, en cierto sentido, el que ayuda a redimir a Lucas de sus desventuras y sueños rotos. “No me pueden robar” repite así Lucas Pereyra casi al final de la novela. Y en esa confesión de la derrota hay algo de grandeza moral, de nobleza del vencido en las batallas de la vida y, como Giuletta Massina en “Las noches de Cabiria” al son de un ukelele, nos invita a vivir la vida sin ataduras, sin el peso de nuestros desvelos.
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